Al día siguiente se lo cuento a mis amigos, pero no me creen y tratan de disimular y consolarme con buenas palabras, pero, aun así, no encuentro la salida. Me siento como un esclavo bajo el sol. Tengo el alma rota. Siento que el dueño de mi vida castiga mi corazón con su látigo. No sé cómo la gente que pasa por situaciones como la mía consigue dejarlo atrás y seguir adelante con su vida. Yo no puedo. Fueron casi treinta años de buenos momentos, de risas y lágrimas. No sé cuánto tiempo podré soportar este dolor.
El timbre comenzó a sonar y Henry Mendoza dejó de escribir. Miró el papel queriendo seguir escribiendo su despedida. Apretó el lápiz con fuerza hasta que se le rompió en las manos y se preguntó con rabia: "¿Quién demonios es ahora?". Henry se levanta y comprueba quién le interrumpía. Al abrir la puerta, se sorprende de que un jovencito de unos siete años estaba mojado delante de sus pies. Henry le mira fijamente. El niño también lo hace.
―¿Qué quieres? le preguntó, pero el chico no dijo nada, sólo le miró con cara de tristeza.
―¿Quién te ha dejado aquí? insistió Henry en un tono más fuerte.
―Mi madre, respondió el pequeño. ―Dijo que me cuidaría bien.
―No me digas que tu madre me vio cara de niñero. Pues no, ¡fuera! No tengo tiempo de echarme encima tu carga.
Cerrando la puerta, se fue a dormir sin importarle que el pequeño estuviera mojado y tuviera frío. Al día siguiente, cuando salió a recoger el periódico, volvió a encontrarse con el chiquillo. El niño seguía durmiendo. Henry no le molestó. Pasó por encima de él y fue a recoger el periódico del buzón como hacía todos los días. Cuando volvió, encontró al jovencito en un rincón del balcón tumbado, temblando y con el pecho muy agitado. La mente de Henry retrocedió y se acordó de su querida esposa Ana cuando le daban aquellos ataques de fatiga, culpables de la muerte de su amada. Fue rápido y lo cogió al hombro. Lo metió en su vehículo y lo llevó al hospital donde los médicos atendieron al pequeño.
Horas más tarde, el médico salió y le dijo que el niño estaba a salvo, pero que aún debía permanecer en observación durante al menos un día y le dijo que se fuera a casa a descansar. Así lo hizo Henry. Cuando cruzó la puerta sintió un escalofrío. Nunca había sentido nada parecido. Se dijo a sí mismo: "por eso no me gusta ir a los hospitales, siempre sales enfermo". Fue a la nevera, sacó un medicamento para el resfriado y se tomó una cucharada.
―A ver quién va a poder hacer más, tú o yo. Nadie me pilla con las bragas bajadas", y se tomó otra cucharada.
Al poco tiempo se fue a descansar. Mientras dormía soñó con su mujer que estaba en la misma casa que él había diseñado. Una casa que nunca pudo ser construida por el fallecimiento de su esposa. Ana caminaba de un lado a otro dándole instrucciones de dónde quería los cuadros de girasoles mientras él apuntaba en una libreta, pero a la misma vez se preocupaba porque Ana señalaba la pared y luego se daba la vuelta como una bailarina mostrándole su hermosa barriga. Henry le decía que dejara de dar vueltas. Que podía caerse y hacer daño al bebé. Una criatura que tampoco se dio en su matrimonio por los problemas de útero que tenía Ana.
Henry se levantó todo sudado. Cogió la jarra de agua de la mesita de noche y sirvió un poco en el vaso de cristal. Tragó y se quedó pensativo. Las lágrimas acariciaron su mejilla y comenzaron los reproches a Dios.
―¿Por qué no la curó desde su vientre y tuvo que llevársela? No era una mala mujer. Incluso te servía fielmente y ni siquiera fuiste capaz de bendecirnos con un hijo, pero sí bendices a esa mujer que dejó a ese niño tirado en mi casa como si fuera basura. Dime qué Dios eres. ¿Qué tan justo y misericordioso eres? Dímelo. O es que especialmente irás al infierno para librarme del fuego por haberme quitado la vida. No puedo más con este dolor que siento en mi corazón.
Se levantó con la jarra de agua y la lanzó contra la pared. Fue al sótano, cogió una cuerda muy gruesa y subió a su habitación. La arregló como pudo en el armario. Cuando terminó, se la ató al cuello y se subió a una silla, luego la apartó. Su cuerpo quedó balanceándose como un pez fuera del agua, pero la cuerda se rompió. Henry lloró intensamente y le dijo a Dios que lo dejara en paz.
―¡Quiero morir, sin Ana la vida no tiene sentido!
Al día siguiente, Henry tenía un fuerte dolor de cabeza debido a la resaca que había cogido por la noche. Se había bebido una botella de whisky para ahogar sus penas. No fue hasta que se acordó del niño que fue a bañarse. Se vistió y se dirigió al hospital. Al llegar preguntó a la enfermera que había atendido al pequeño. Ella lo llevó a la habitación. Al entrar lo encontró con una bandeja en su regazo comiendo unas deliciosas frutas. Henry le preguntó mientras se acercaba para pasarle la mano por la cabeza:
―¿Cómo te sientes campeón?
El pequeño giró la cabeza y le dedicó una sonrisa para luego seguir comiendo.
―Perdona, no te gusta que te interrumpan cuando estás devorando la fruta favorita de Eva.
Insistió el pequeño con la cabeza.
―Tendrás que disculparme. Tengo muy buenas noticias para ti.
El niño le miró inmediatamente con los ojos muy abiertos.
―Me voy con mi mamá.
La cara de Henry se deprimió y no supo qué decir. En ese momento, el pequeño se dio cuenta de que no era una buena noticia y dijo:
―Algún día volverá a buscarme, ¿verdad?
Henry suspiró profundamente. Dejó escapar una sonrisa acompañada de unas palabras:
―Claro que sí. Ella siempre regresará y cuidará de ti.
Al salir del hospital ese día, Henry se dirigió a su condado natal en Idaho. En ese lugar fue a las tiendas a comprar ropa y zapatos. También fue al supermercado e hizo una pequeña compra con todo lo que al pequeño le gustaba. Cuando llegó a casa, Henry aparcó el vehículo en su garaje. Fue al buzón y cogió el periódico. Al volver al carro, le pidió al niño que le ayudara con todo lo que había comprado. Horas después, el chico estaba viendo la televisión y comiendo cereales mientras disfrutaba de su nueva vida.
Pasaron los años y la madre del niño nunca apareció. Al fin y al cabo, Henry acabó adoptándolo legalmente. Un día Henry salió a pasear con el joven en bicicleta y pasaron por delante de una iglesia. El adolescente se detuvo y se quedó mirando una cruz que estaba colocada en forma de estatua y le preguntó a Henry con gran curiosidad:
―¿Cuál es el significado de esa cruz?
―Mucho, hijo mío, para la humanidad.
―Y para ti también.
Henry bajó la cabeza y guardó silencio.
―¿Ocurre algo, padre?
Henry, ignorando sus palabras, miró su reloj y dijo:
―Es hora de trasladarse a la casa que la noche nos va a atrapar.
Mientras Henry se alejaba, el joven se quedó mirando la iglesia y le dijo a la cruz: "¿Qué le has hecho a mi padre?" Al volver a casa, recuperó la curiosidad porque le vio triste.
―Necesito que me digas qué te pasa porque sabes que no me gusta verte así y sé que tiene que ver con la dichosa cruz que hemos visto hoy.
Henry le miró con los ojos llorosos y le aclaró:
―Esa cruz me ha quitado lo más que he querido en mi vida. Me ha quitado el sueño de tener un hijo. De formar una familia como todo el mundo.
Entonces el joven también se llenó de tristeza y se fue a su habitación porque pensaba que su padre adoptivo no lo veía como un hijo. O al menos eso es lo que el diablo le hizo pensar en ese momento.
Henry se dio cuenta del error que había cometido. Se dirigió a la habitación y se disculpó por su mala expresión y entre lágrimas el joven dijo:
―Padre, ya es hora de que deje el pasado atrás como yo lo he dejado con mi madre. Le propongo que ambos visitemos esa iglesia. ¿Qué te parece?
Henry aceptó el reto y ambos esperaron ansiosos hasta el domingo.
Cuando llegó el día, los dos estaban muy nerviosos, pero más Henry. El pobre tenía una lucha interna que no entendía. El diablo no quería que dejara ese pasado que le perseguía día y noche.
Henry se acercaba a la puerta y volvía y se arrepentía. Su hijo entraba y le tiraba del brazo y así estuvieron un rato hasta que llegaron a la iglesia, pero la predicación ya había empezado. Ambos se sentaron junto a un matrimonio en la parte de atrás. Henry le preguntó a la pareja:
―¿Cuál es el nombre del mensaje?
―Escápate de tu pasado y abraza la Cruz―dijo la mujer.
El joven escuchó la respuesta de la mujer, se levantó, se acercó a la cruz y la abrazó. Henry vio que su hijo no estaba a su lado, miró a todos lados y como no lo vio, decidió irse. Al verle agarrado a la cruz, fue y le tiró del brazo y le preguntó:
―¿Qué te pasa, te has vuelto loco?
―Pero padre, la mujer dijo que abrazara la cruz.
―Sí, mijo, pero no es así. Luego te lo explico. Entra.
Cuando regresaron, ambos prestaron mucha atención a las palabras del pastor. A veces Dios te quita lo que más quieres, pero es porque tiene un propósito contigo y en ese momento no lo entiendes y ni siquiera lo entenderás hasta que lo dejes entrar en tu corazón. Hay personas que viven cargando una cruz que no les pertenece y quieren ocupar el lugar de Dios. Deciden matarse sin saber que perderán su verdadera vida en el infierno donde no tendrás escapatoria y el alma arderá por la eternidad. Deja que Él se encargue de sanar cada una de las heridas que has cargado por años. Sólo Él puede hacerlo. Así que, si quieres que Dios lleve tu cruz, tienes que escapar de tu pasado y venir a abrazar su cruz.
Henry entendió que tenía que dejar que su esposa descansara en paz y continuara con su nueva vida junto a la bendición que Dios le dio, que era el joven. También agradeció a Dios por permitir que la cuerda se rompiera. Hoy comprendió que su alma estaba en peligro de ser separada de Dios. Miró a su hijo con lágrimas y le dio un gran abrazo y ambos, desde ese día, sirvieron al Señor para siempre.
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