Nací el 5 de junio de 1981 en una pequeña ciudad del sur de California. Recuerdo que de niño me apasionaba el boxeo e incluso hice que mi padre me comprara unos guantes. Lo que empezó como un sueño se había convertido en una realidad. Mi padre se encargó de que me encerrara en mi pasión y fuera ese atleta admirado por todo el mundo.
A los 16 años ya había recorrido muchos países, entre ellos los más conocidos de los que procedían leyendas como Julio César Chávez y Wilfredo Benítez. A los 18 años me habían elegido como profesional. Mi familia y yo estábamos muy contentos, pero sobre todo mi viejo, que con lágrimas me dijo "Lo lograste, campeón. Seguro que tu madre está feliz allá en el cielo". Esas palabras me derrumbaron. Sé lo importante que era para ella.
El tiempo pasó y yo seguí creciendo como deportista. Mi reputación se hizo conocida con el nombre de "El Fantasma" y, al mismo tiempo, era difícil para otros boxeadores destacar.
Sin embargo, nunca creería que caería en manos de un temible personaje mafioso llamado Morgan. Era conocido en el bajo mundo como el del juego negro. En varios combates de los que no estaba preparado para pelear con esos boxeadores, lograba triunfar con mucha facilidad. Esto empezaba a molestarme porque el propio Morgan se encargaba de doblar las apuestas a su favor y así sacar una buena tajada.
Los boxeadores perdían con gusto. Eran recompensados con mujeres y drogas, pero esos hombres dejaron de existir poco a poco para el fanático del boxeo y los medios de comunicación. Luego acabaron en las calles, devastados y muchos de ellos muertos por la gran paliza que recibieron en su carrera como deportista.
Un día vinieron a mi casa dos tipos que trabajaban para Morgan. Me pidieron que los acompañara. Les pregunté a dónde íbamos y la única respuesta fue una cara con las cejas inclinadas y una pistola en la cintura del negro que me dio el mensaje. En el camino se detuvieron frente a un edificio abandonado. El negro desmontó y entró mientras el conductor se quedó quieto en el asiento, y yo aproveché para preguntar qué hacíamos allí. La respuesta fue la misma pero esta vez a través del retrovisor. Entonces pude comprender que aquellos hombres no estaban interesados en absoluto en mantener ninguna comunicación conmigo. No tuve más remedio que callar y esperar.
Al cabo de un rato, apareció una furgoneta negra y se bajaron tres tipos con malas caras. Dos de ellos se quedaron en la puerta mientras el tercero entró con un maletín en la mano. Volví a mirar el reloj y vi que habían pasado 25 minutos desde que llegaron. De repente, el conductor se desmonta y les arrebata la vida a los hombres que cubrían la puerta.
Me entró el pánico y traté de abrir las dos puertas, pero estaban cerradas por fuera. Luego se escucharon varias detonaciones en el interior del edificio. Probablemente fueron producidas por el hombre negro que ya estaba fuera con su teléfono en la mano y la otra el maletín. El negro llamó a su compañero y le dio instrucciones. El conductor me sacó del carro y me entregó las llaves de la furgoneta. Me dijo que llevara el vehículo a un estacionamiento cercano. Me negué y le dije que no iba a ensuciarme las manos por ellos.
El conductor se rio y miró al negro. Saco su pistola y me la acercó a la frente. Volvió a ordenar.
—Bien, no te preocupes. Te haré el favor.
—Tú no estás haciendo un favor, es que te toca hacerlo.
—Entendido. ¿A quién se lo entrego?
—No te preocupes por eso. Te darás cuenta de inmediato.
Mientras conducía, me preguntaba dónde estaba metido. ¿Qué juego estaban jugando conmigo? ¿A dónde iba y quién recogería la guagua? No podía negarlo, tenía miedo y un mal presentimiento.
De repente, todo cambió a peor porque los agentes de policía se cruzaron de frente en un helicóptero haciendo que todo el tráfico se detuviera. Me quedé en estado catatónico. No sabía qué hacer. Oí las voces de los policías a lo lejos y poco a poco me desmayé. Cuando desperté, estaba en una camilla de un hospital esposado a la barandilla metálica.Los días pasaron y los meses se burlaron de mí porque se convirtieron en una condena perpetua que devastó a toda mi familia, toda mi carrera profesional y toda mi dignidad. Mi padre lo perdió todo, incluso su casa para conseguirme los mejores abogados. Al final, se dio cuenta de que era inútil y murió de sufrimiento, dejando a su hijo destrozado mientras yo sigo intentando atar los cabos sueltos que, de encontrarlos, no servirían de nada. El verdadero culpable acaba de subir al ring a uno de sus boxeadores, que seguramente también tendrá un destino mejor que el mío. O quién sabe si hasta peor. Sólo le deseo que la vida no se convierta en ladrona de su alma.
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